la mujer del espejo

Santa Rosa era un pueblito muy pequeño y demasiado tranquilo que se escondía entre cerros

áridos y hostiles. Demasido tranquilo para que alguién se decida mudar en ella.

Fue la vida personal amorosa fracasada de Daniel que lo obligó a volver a su pueblo
natal después de casi treinta años. Era un escritor de treinta y dos, rubio, alto y
delgado, inconforme con su forma de ser pasiva y poética que fue definitiva en la
decisión de Luise por su rival Jean-Claude, alcohólico pero machista. Quería olividar,
y Santa Rosa le parecía el lugar perfecto.

Y realmente no tardó acostumbrarse al nuevo lugar, después de poco tiempo ya conocía
practicamente a todos habitantes. Estaba viviendo en una pieza de la casa de sus abuelos.
Una pieza chica, pero cómoda, con una cama de doble plaza en el medio, un gran escritorio
frente a la ventana que daba a la iglesia de Santa Rosa, y un impresionante espejo del
tamaño de un hombre con bordes de madera tallada apollado en la pared.

Ese espejo lo tenía hipnotizado.

Era cómo si lo hubiese visto en otro lugar, pero no recordaba donde.

En fin, Daniel pasaba la mayoría de su tiempo sentado en su escritorio terriblemente
recargado de objetos extraños, pero inspiradores, escribiendo poemas. Todas las noches.

Era un primer de Mayo, con luna llena, cuando de pronto comenzó a sentirse el estruendoso
sonido del campanario del frente, avisando las doce. Daniel todavía seguía despierto, y
había fijado su vista sobre el espejo concentrado. ¡Pero, qué extraño! Dentro del espejo
reconoció a una figura negra, ¡que con cada campanada parecía acercarse un paso hacia a él!
Quedó helado, no podía creer lo que veía... congelado en su puesto, no podía pronunciar
ni siquiera una sola palabra... Fue la duodécima campanada que la hizo desaparecer.

Esa noche durmió pésimo. No se podía quitar esa silueta de la cabeza, negra y rígida,
que se le había aparecido. ¿Qué habrá sido? -Seguro que fue una simple alucinación- se
dijo, y para convencerse quiso fijarse esa misma noche, a media noche, en el espejo.
-...Hoy noche, obviamente ya no iría a aparecer.-

Se sentó frente al espejo y esperó... ya se acercaba la media noche, ya le corría el
sudor de la frente. Faltaba poco para las doce, y comenzaba a sentir el latido del
corazón cada vez más fuerte e intenso...

-¡Ban...!- El corazón ya se le salía del cuello... ¡cuando apareció nuevamente la misma
figura negra, en el lugar donde había desaparecido ayer... -¡Ban...!- ...y seguía avanzando!...

Daniel se tapó los ojos, esperando que pasen las doce campanadas, no se podía convencer
de lo que había visto... -...no puede ser...- se dijo -...es un sueño, ahora voy a abrir
los ojos y todo habrá desaparecido...-

Seguían las campanadas, ya iban once, y la última no llegaba nunca. El tiempo parecía
haberse quedado quieto, y los nervios de Daniel lo estaban impulsando hasta la desesperación...
-¡Ban!- ¡Última campanada!

Daniel abrió los ojos... y se desmayó.

Al otro día despertó muy tarde. Recordaba perfectamente la última imagen que había visto.
Todavía veía la figura frente a él, a unos diez pasos de distancia, en el espejo. Ya sabía
que se trataba de una mujer, con una cara horriblemente pálida, y unos ojos rígidos que se
clavaban profundamente en los suyos. Una mujer con un traje negro que parecía
de boda si no fuera por el color, que escondía un cuerpo con unas curvas suaves
y delgadas.

Pero ahora él ya se sentía más fuerte y valiente. Reviso el espejo con mucha
atención. Debajo de una rosa encontró un nombre tallado: Jaqueline Dufois. Sin
duda debía ser la dueña original del espejo. Partió decidido al cementerio del
pueblo para ver si podía encontrar su tumba. Buscó toda la tarde, y estaba maravillado
de la sensación que le daba ese lugar. No parecía terrenal. Estaba impregnado de
sentimientos y recuerdos nostálgicos. Las tumbas estaban hechas con muchísimo cariño,
y los poemas que albergaban evocaban con una mágica exactitud al alma en descanso.

-...Jaqueline Antoinette Dufois Maestranza, 21 Octubre 1857 - 3 Mayo 1885...-
¡Hace exactamente cien años! - pensó Daniel. -...emprendiendo un largo viaje al
paraíso, en busca de su ansiado amor...- así terminaba su iscripción. Esta última
frase le dió muchas vueltas en la cabeza.

No habló ni una sola palabra cuando estaba cenando. Sin embargo, los abuelos notaron
esa eufórica sonrisa que llevaba en la cara. -¿Qué te pasa, hijo, que estás tan contento
y a la vez callado? ¿No nos quieres contar de tu buen día?- -No, no. No es eso... simplemente
amanecí muy contento hoy.- replicó levantándose lentamente. Se despidió de sus abuelos como
nunca lo había hecho, y se dirigió a su pieza.

Esta vez no tenía miedo. Sólo se sentó frente al espejo y esperó... esperó una eternidad.
-¡Ban...!- Uno.- comenzó a contar -¡Ban!- Dos.-... La mujer seguía avanzando, y su mirada
fría y rígida traspasaba a Daniel sin dejarlo respirar... y él se acercaba lentamente al
espejo, temblando de miedo... ya no estaba muy seguro de lo que estaba haciendo... pero ya
no podía retroceder. Esa mujer se acercaba más y más, y comenzó a levantar sus manos pálidas
y duras, con unas uñas plateadas que parecían hojas de cuchillas... -¡Ban!-...¡Doce!
No aguantaba más... quería huir... pero unas manos frías y delgadas lo sostuvieron del cuello,
enterrándole lentamente las uñas...

Al otro día, el pueblo quedó escandalizado por la noticia que lo había sacudido. Pero nunca
sospecharon que el cuerpo horrorosamente descuartizado que encontraron en la pieza de Daniel
había liberado un alma... para dencansar en un amor eterno.

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